Quizás el horóscopo...

...esta vez acertó.


 Tormenta que nunca se queda quieta, ráfaga que desordena todo a su paso. Frente a ella, chispa incontrolable, fuego que se enciende sin permiso. El aire se acerca y la llama responde; la llama se eleva y el aire encuentra razón para seguir corriendo.

No es refugio, es borde. No es calma, es vértigo. Dos fuerzas que no saben si se buscan o se persiguen, que a veces parecen pelea y en realidad son danza. Cuando se tocan, inventan un territorio que no existía antes: una línea en el mapa dibujada con ceniza y viento.

Ni posesión ni promesa. Apenas impulso. Apenas el temblor de no saber si mañana quedará solo humo o si habrá vuelo. El fuego arde más alto, el aire se quiebra más hondo. Y en ese choque, todo se vuelve inevitable.

Futuro pluscuamperfecto.

(Como si el tiempo –o lo que queda de él– tuviera tu nombre).


Bajé y ahí estabas, pero quizás nunca bajaste, y quizás yo tampoco estaba ahí, sosteniendo un aire que olía a tu nombre. Todo a mi alrededor era ruido y tiempo quebrado, y vos flotabas entre eso, impoluta, intocable, majestuosa como si hubieras nacido de ecos que no existen, de momentos que no viví, de un mundo que se doblaba solo para dejarte pasar.

Recuerdo el brillo fugaz de tus ojos, y también recuerdo que aún no nos habíamos visto. Cada gesto tuyo se multiplicaba en mis pensamientos: inclinabas la cabeza, reías, respirabas, y yo lo registraba todo como un ladrón torpe que roba luz. Y después, en otro instante, ese instante ya había pasado y yo ya estaba imaginando tu risa en otro lugar, en otro tiempo.

Cierro los ojos y aparecés de nuevo, intacta, perfecta, pero distinta: más cercana, más imposible, más real. Todo se confunde: cafés que saben a infancia y a nostalgia, manos que se rozan y no se rozan, silencios que hablan y hablan demasiado. Me pierdo en vos, me busco en vos, y cada vez que creo alcanzarte, me doy cuenta de que te invento otra vez.

El mundo entero se estira, se fragmenta. Saltamos de un recuerdo que no fue a un futuro que ya pasó, y yo me dejo arrastrar. Vos estás ahí, en cada sombra, en cada curva de la calle que no existe, en cada risa que se cuela sin permiso. Y yo, deshilachado, roto, torpe, intento seguirte como quien persigue un reflejo en el agua, sabiendo que no puedo, y aun así siento acercarme.

A veces pienso que todo es lineal: los gestos que no dimos, las palabras que no dijimos, los abrazos que soñé mientras dormía y los que todavía no existen. Todo se confunde, y yo me pierdo, y a la vez me encuentro en vos, que aparecés donde y cuando no deberías.

No hay certezas, no hay principio ni final. Solo el vértigo de imaginar que todo podría pasar y, mientras lo imagino, ya está pasando: vos, yo, y un espacio infinito donde intento memorizar la forma en que tu risa atraviesa el tiempo y me hace tuyo sin tocarme. Y mientras cierro los ojos, todo se enreda más y más, y yo sonrío, porque aunque imposible, es perfecto, y no quiero que termine nunca.

Vos-quejar.

 Nunca hubo teorías que alcanzaran para explicar lo nuestro. Estabas vos y esa manera de mirarme, como si con un gesto pudieras trazar todo un mapa sobre mí. Siempre tuviste esa puntería rara: decir mucho sin palabras, marcarme con lo mínimo. A veces era apenas una mueca, un movimiento de hombros, o esa mezcla de ternura y soberbia que te salía tan natural.

Yo entendí rápido que la cosa iba a traer problemas. Lo presentí desde el comienzo, pero igual me quedé. No porque no viera las señales, sino porque había algo en vos que me podía más. Algo que, de algún modo, me convencía de que valía la pena arriesgar.

Me prometiste una parte de vos, apenas eso. Y lo esperé como si fuera algo grande, como si pudiera alcanzarme. Nunca llegó. Lo que tuve fueron retazos, escenas sueltas que nunca terminaban de armarse. Y yo, por torpe o por ansioso, me las ingeniaba para leerlas como si fueran otra cosa.

Hoy me descubro pidiéndote lo imposible: que me devuelvas esa parte que nunca existió. Que te quedes, aunque sea un rato, a morir conmigo en esta ciudad que a veces parece tan triste. Es un pedido absurdo, lo sé, pero también es el único que me sale.

Con el tiempo entendí que siempre fue igual: deseo, realidad y caída. Una historia que se repitió como si estuviera escrita de antemano. Y yo, como tantas veces, ocupando el lugar de quien mira hacia atrás sabiendo que, en el fondo, ya conocía el final.

"Amorcito".

Todavía me dura la sensación, la mezcla de tristeza, desilusión y quizás un poco de decepción.

Me duele por todo lo que te quiero, por toda la ilusión que tenía, por todo lo que quería. A veces la historia ya está escrita y aunque parece que no se puede cambiar si se puede, yo me animé y lo hice. 

Creo que lo merecía, que lo mereciamos ambos, no podía dejarlo así. Esta historia no se lo merecía, se merecía mucho más y entonces fui a cambiar todo. No tenía mucho que perder, otra vez me sentí en inferioridad pero me animé. Quedaba lejos, si, muy lejos. Era riesgoso, si, muy riesgoso. Estabas enojada, si, muy enojada.

Pero si no lo hacía era faltarle el respeto a todo, a todo lo que fuimos construyendo durante estos días, a todos los abrazos que queríamos darnos en los distintos momentos que nos íbamos conociendo tan velozmente.

Ya había perdido todo y mirá que yo sé lo que es perder todo, absolutamente todo. Por eso el impulso me llevó a hacerlo. Me tenía que animar, en una de esas no había un mañana. 

Ni siquiera sabía dónde estaba yendo, pero iba, no sé que pensaba, seguro en nada, te extrañaba un horror (y vos también a mi, podés negarlo si querés) en muchos momentos, o en casi todos, jamás se me ocurrió que pudiera pasar lo que pasó. Al fin y al cabo, vos me diste la idea, todavía tengo tu voz grabada cuando me lo dijiste. Digamos que usé tu propia bala, si se quiere.

No te conté pero sabía de antemano que nada de eso debía pasar, nada iba a pasar tampoco. Con esa ventaja solo tenía una misión más: hacer que pase.

Así que fui, con el corazón medio roto todavía, pero fui igual, no sabía dónde era pero fui lo mismo, con los ojos cerrados, pero llegué. Cara a cara frente al destino, reescribiendo la historia, y mirá que de eso también sé.

Pedí verte, que te llamaran, algo, no sé, tenía la certeza, la tranquilidad de que no terminaría todo en un escándalo, un poco porque te conozco, otro poco porque me mentía diciéndome que no eras capaz, pero andá a saber de lo que sos capaz.

Dije tu nombre y tu apellido, me preguntaron si te conocía, dije que no, que solo debía entregarte algo que te habían mandando, en parte era cierto. Me tuvieron ahí esperando, no sé cuántos minutos fueron, habían pasado las cuatro, me imaginaba a Cavani y Merentiel esperando en la manga para salir a jugar contra Racing, pero queriendo saber que iba a pasar con nosotros, estaban tan concentrados en eso que después durante el partido se comerían goles insólitos, quizás porque estaban ahí esperando ver qué como iba a salir todo, lo demás no importaba. 

Esos minutos fueron un juicio de lesa humanidad, me sentía detenido, preso, secuestrado, no me decían si ibas a venir vos o si te iban a dar lo que yo te había llevado, que a esa altura era lo de menos.

El tiempo no pasaba más, no sé cuántas eternidades fueron esos diez minutos, pero sabía que se acababa en cualquier momento, como se había acabado nuestro "amorcito" hacía exactamente un día. No me acuerdo cuantas veces cambié de mano la bolsita que llevaba, pero seguro fueron más veces que los audios que nos mandamos en los últimos tres meses.

Estaba al caer, era el momento, fue como una canción que te gusta y la disfrutás, cuando llega esa parte culmine. Apareciste, te vi, fui más valiente que nunca (no sé cómo lo habrás visto desde tu lugar), así que me acerqué a esperarte, venías con una sonrisa nerviosa que era la misma sonrisa nerviosa que seguro a mi se me salía hasta por los ojos. Confieso que si estabas enojada no se te notó ni un poco.

Todo lo demás fue de prepo, de yapa, ya tenía más de lo que había ido a dejar, porque el plan no era ese, el plan era solo dejarte lo que te había llevado y que te enterés que habíamos estado en el mismo espacio físico, el mismo día y a la misma hora. Después, vos sabrías que te producía eso.

Te abracé, no sé cuántas veces, pero fue más de una seguro, en una de esas te dije "Cuánto quise esto". No sabías que decir, estábamos iguales, aunque yo tenía miedo como no me pasaba hace mucho, tenía mucha vergüenza, estaba ante la desconocida que se había adueñado de mis últimos ochenta y cuatro días. "Dame la mano", te dije. Necesitaba sentirte, de esa manera. Me la diste y no pude dejar de acariciarte mientras los dos hablábamos de cualquier cosa para desinflamar la situación. 

Más allá de la locura que fue todo, creo que la historia lo merecía, nuestra micro historia, todas las veces que quisimos abrazarnos durante estos días lo merecían, era la coronación. Se me va a quedar por siempre la sensación de tocarte, de mirarte a los ojos, de verte sonreír, aunque quizás por dentro pensabas "Este psicópata me va a hacer algo". Quizás lo intuí, por eso te dije "¿En cuantos segundos un abrazo se convierte en una toma de rehenes?". 

Solo necesitaba eso para dejarte en paz definitivamente, para que este cuento termine acá y parezca a un final feliz hoy que la vida toma otro rumbo, toca seguir con la sensación de haberte visto, de sentir tu mano con mi mano juntas por única vez, de "no haber tenido miedo al éxito" (pero si miedo a todo lo demás).

Ahora sí, después de todo esto se hizo la luz, como cuando salí de ese lugar y el sol me dió de frente, puedo seguir con mi vida desde donde estaba.

Y como ya mencioné antes, eso de perder todo no me cambia nada porque yo perdí mucho y acá sigo, pero al menos no iba a perderme la chance de verte aunque sea una sola vez en mi vida. 

La Reina Maga.

(Cuando muero por vos, debería morirme de viejo).


Mientras pensaba si contar esto, pensaba en la historia
completa, en cómo pasó todo. También pensaba si iba a cumplir
eso de modificar hechos y nombres, como en teoría iba a hacer
con todas las historias a excepción de la principal.
Volví a pensarlo y me dije: ¿Quedará bien? ¿Y si pongo el
nombre real? ¿Cuántas chances hay de que ella se entere y lo
lea? ¿Muchas? ¿Pocas? ¿Ninguna? ¿Me arriesgo? Me arriesgo,
creo que debo hacerlo, así no tengo que inventar ningún
universo donde la historia no ocurrió, así puedo hablar de ella
sin sentir que no estoy hablando de ella.


Entonces, nada. Así de simple, es buenísimo empezar la historia
con ese “nada”. ¿Qué puede esperarse el lector? Espero que,
todo lo contrario. Intentaré ser todo lo respetuoso que pueda, la
historia en sí se lo merece y la protagonista, también.
Volviendo al “nada” que deslicé en el principio, más que
principio ese vendría a ser el final, aunque no voy a
adelantarme ahora. El final es más bien parecido a cuando el
agua se te escurre entre los dedos de las manos, por más que
hagas toda la fuerza del mundo para retenerla te empezás
quedando sin nada, hasta que terminás quedándote sin todo,
pero dejame que te cuente bien lo que pasó.


Empezó de noche, de madrugada más precisamente. Casi
siempre las mejores historias empiezan en esos momentos.
Será por eso que dicen que el diablo anda buscando almas y
más por esas horas, y quizás enamorarse es casi como empeñar
el alma al mismísimo Lucifer. Probablemente casi siempre pase a
esa hora, porque ¿cuántas veces se enamora uno de mañana?
(y quizás con sueño) ¿Y de tarde? (aburrido y cansado, con
ganas de estar en casa). Por eso la noche es más amena para
que suceda y si ampliamos el panorama, quizás ni siquiera
tenga que ver el diablo con esto, pero no pienso disculparme
con ese individuo.


Siempre recuerdo cómo empezó, me dijo: “Nunca me diste bola,
pero un día Dios me iluminó y bueno, acá estamos”. Ese “acá
estamos” transcurrió en un lapso de más o menos dos años,
donde pasó de todo y casi nada. Y claro que es una
contrariedad, pero está buena la parte que se puede contar de
esta historia, que es lo que pasó o lo que creo que pasó.
¿Cómo puede ser que hayas estado enamorado sin darte
cuenta? O mucho peor aún, darte cuenta varios años después,
caer en la cuenta, pensar “Ah sí, era así, no había otra”.
Una mañana como cualquier otra, algo me llamó la atención, ella
me llamó la atención. “Uh, a ver qué quiere” fue lo primero que
pensé. Hasta donde sabía se llamaba Rocío, aunque con el
tiempo supe que su primer nombre era otro. Eso ya presagiaba
un montón de misterios que se iban a ir resolviendo con el paso
del tiempo.


Y aunque esto tiene muchos principios distintos, ese es el que
más me gusta. Ella solo quería hablar conmigo, solo quería
contarme cosas y preguntarme cosas. Ese es un buen comienzo,
al menos es algo.


Ese fue el momento que después ella diría que Dios la iluminó. Y
en realidad no es que haya pasado eso, me considero dentro de
ese grupo de hombres que no se dan cuenta de las acciones y
reacciones de una mujer, mucho menos si ésta está interesada,
me resulta indetectable, es como que pase un avión prendido
fuego por delante de tus ojos y no verlo.


Varios años después podría decir que ella fue y aún sigue siendo
una de las personas más dulces con las que yo me haya cruzado
en la vida. También debo de confesar que cuando me ganó lo
hizo por cansancio y lo hizo tan, pero tan bien, que eso me lleva
a querer contar sobre ella. Creo que nadie lo sabe, también creo
que todos deberían saberlo. Y quiero que eso pase.


Y deberían saberlo de la forma que lo supe yo, que fue tarde y
lejos en el tiempo, cuando ella ya ni siquiera estaba en mi vida,
cuando habían pasado muchos años de la última charla que
tuvimos. Charla que, por cuestiones que no sé si vienen al caso,
fue una de las más difíciles y duras de toda mi vida.
Varios años después pasaría algunas tardes y muchas noches
añorando los momentos que nos dábamos, eran especiales
porque eran nuestros, tener cosas de ella guardadas como el
único recuerdo, como para no perderla del todo después de
haberla perdido del todo.


Tratando de que no se me olvide su risa o el tono de su voz.
Preguntándome siempre “¿Dónde estará?”; “¿Qué andará
haciendo?”; “¿A quién le estará dedicando canciones de Abel
Pintos?”; “Ojalá sea feliz, ojalá no se haya olvidado de mí, de
nosotros, de todo lo que pasó”.


El problema con el olvido es que no tiene competencia, casi
siempre te gana, casi siempre perdés, tarde o temprano te
vence. No hay mucho que uno pueda hacer para imponerse. Me
consolaba pensando en que ojalá me odiara, como sentí que
pasó la última vez que hablamos. Ojalá todavía me odiara,
prefería eso a que se haya olvidado. Algo era algo. Siendo
demasiado optimista, alguna posibilidad para revertirlo habría,
no importa lo que fuera.


Quizás esto sea una de esas posibilidades, una de las más
remotas. Y mis nulas esperanzas están basadas en que algún
día, de alguna forma, el destino haga que se cruce con esto,
como cuando la cruzó conmigo. Y lo lea y no se haya olvidado.
A veces pienso, y un poco reniego, que tantas promesas que nos
hicimos no debieran quedar en nada, alguien debería cobrarlas o
hacerlas pagar. Tantas siestas que nos debíamos no podían
haber quedado en nada, tantos planes imaginados no podían
haberse esfumado en el aire así nomás.


Algunas otras veces también me consolaba con que esta historia
no tenía chances de ocurrir en ningún otro universo, pero
nosotros tuvimos la suerte de que ocurriera, hacerla ocurrir. En
otras circunstancias nada de esto hubiese pasado y yo no
hubiese conocido ni me hubiese enterado nunca de la existencia
de Cecilia. Sí, ese es su verdadero nombre, bah, su primer
nombre.


Y ahora que ya lo saben, voy a contarles la parte más
interesante y la más trascendente de esta historia. Ella es (ojalá
lo siga siendo y no haya cambiado) mucho amor en una sola
persona y puede enseñarte, como lo hizo conmigo. Como
cuando me ganó por cansancio, cuando se impuso por la fuerza
y con mucha paciencia. Aún hoy no sé cómo lo hizo, quizás fue
en parte su bondad lo que me atrapó o quizás el hecho de que
algún invierno quisiera que durmamos una siesta. Que en
realidad eran mucho más que una siesta.


Pero así lo hizo, y vuelvo a destacar la parte de la paciencia
porque fue lo más esencial de su parte, además porque yo no se
la puse fácil casi nunca. Y ella persistió y solita se ganó un
espacio en mis días, en mi vida. Al punto que pasé de ignorarla
a querer que esté en mi casa cuando llegaba del trabajo y me
abrazara. De llegar y estar con ella, de preferir estar con ella a
cualquier otra cosa en el mundo. Ni siquiera puedo explicar
cómo lo logró, cómo hizo para llevarme hasta ese extremo.

Alguna vez después de una discusión me dijo muy claro “Yo soy
una leona” y sí, seguramente así lo hizo, siendo de esa forma.
Una buena manera de medir esta historia es con sensaciones y
ella tenía algo, me generaba algo que no puedo explicar del
todo. Porque llegó un momento donde la necesitaba para todo,
o de la nada empezar a extrañarla porque sí. Sobre todo con el
paso del tiempo cuando nos conocimos mejor y, a pesar de las
mil diferencias, pudimos hacer que todo funcionara al menos por
el rato que funcionó.


No pudimos casarnos ni tener hijos, como alguna vez le planteé,
y eso que yo hablaba en serio (aunque fuéramos jóvenes), y
tuvimos que conformarnos con lo que fuimos. Yo no me
conformé nada, eso está más que claro, pero no tenía más, no
me quedaba otra.


Cecilia se había convertido en la dueña de mis días, en la única
que me tranquilizaba, en la única que pensaba, con la única que
quería estar. Hasta que de un día para el otro no estuvo más, no
es del todo trascendente lo que pasó para que eso ocurra, creo
que no es necesario agregarle eso a esta historia, pero así sin
más ella dejó de estar.


Quise reclamarle sin ningún tipo de derecho, pero pensé en ella,
en todo, siendo consciente de que era el fin. De que la había
perdido para siempre, aunque no quisiera, pero tampoco tenía
elección. Tenía que seguir, solo quedaba “para adelante” y,
aunque pensé que sin ella iba a ser fácil, por el contrario, siempre
que las cosas se ponían difíciles pensaba en ella, pensaba en
por qué nos pasan este tipo de cosas, por qué hay gente que
tiene más suerte que otra gente que tiene menos suerte.


Lo valioso fue lo que ella hizo conmigo y eso tiene tanto valor
que hasta el día de hoy a veces todavía pienso en ella, a veces
quiero hablarle, a veces quiero escucharla reír, a veces todavía
quiero ir a buscarla. Buscarla y contarle todo lo que nunca le
dije, todo lo que pasó después, todas las veces que la extrañé.
Contarle que si volviera para atrás cambiaría algunas cosas,
daría todo por lo menos para cambiarle el final a esta historia,
ella lo merece más que yo, ella se merece todo el amor del mundo y quizás yo tuve que salirme de su vida porque no podía dárselo.

Dos horas y dos años después.

Vos vestida de negro, no sabías si estabas muy sencilla o demasiado hermosa. Yo con una camisa arrugada y cara de dormido. Un perro como testigo o quizás como complice y una amiga tuya sonriendo.

Después arroz con atún, pero igual nos mirábamos como si estuviéramos en París. Y yo diciendo cualquier boludez para hacerte reír aunque ya sabía que vos no reías nunca. Ni ahí.

Pero ese día capaz sí. Capaz justo ese día sí.

Y a la noche te hacías la dormida mientras yo le hablaba a tu gato de cosas que no podía decirte a vos. Que te quería, por ejemplo. Que me daba miedo que todo terminara. Que ya había soñado con vos antes de conocerte, pero no te lo dije para no parecer un psicópata.

Y al final del sueño, vos preguntabas si todavía te quería, y yo te decía que sí, que quizás si.

Quizás, sí. Quizás todo eso. O quizás nada.

El día de la bandera.

(Sábado, 11 de febrero, 11:11 am). 

Nunca pude olvidarlo. Ni la fecha, ni la hora exacta en la que empecé a construir ese puente. Era invisible, hecho de palabras, y lo levanté porque necesitaba llegar hasta vos. Te lo había prometido, ¿te acordás? Ese día, medio en broma y medio en serio, te dije: “De algún modo, con esto voy a intentar que te quedes atrapada acá. Por si me olvido, si un día es necesario, voy a venir a buscarte”.

Y fue justo ese día. No sé si estaba escrito o si simplemente tenía que pasar. Así nació Amores que murieron de ganas. Aunque el primer nombre que tuvo —el verdadero— fue El día de la bandera.

Todavía me sonrío al recordarlo, como aquella vez en que nos volvimos a ver. ¿Te acordás? ¿Te acordás lo que pasó después? ¿Y lo que había pasado antes?
Íbamos a encontrarnos para hablar, pero la verdad es que no recuerdo una sola palabra de la charla. Solo me acuerdo de mirarte a los ojos y sonreír.

Era 20 de junio. A partir de ahí, todo cambió. Y lo que había imaginado, funcionó: quedaste atrapada en esas palabras. Pero no me alcanzaba con eso. Quería que todos te conocieran. Que supieran de tu voz, de tu risa, de esos ojos achinados; de esa intensidad que me desarmó, de ese modo tan tuyo de hacer lo que querías conmigo y que, sin embargo, siempre fue lo correcto.

“Quiero poner tu nombre verdadero”, te dije una vez. Y vos, sin dudar, respondiste: “A ninguna otra le quedaría bien mi historia”.

Lo que vino después —la segunda parte— es solo nuestro. Y aunque todo cambió con el tiempo, vos seguís ahí. Cada vez que vuelvo a buscarte, te encuentro.
Sos mi talismán. Sos mi ángel de la guarda.

¿De verdad pensaste que iba a dejarte escapar tan fácil?
Jamás va a pasar.
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